A la
edad de ocho años solía sentarme en la mesa del comedor y observar con
admiración, en silencio y sin tocar, pues esa era la regla, como mi abuela le
daba vida a los mejores platos de comida. Recetas que sólo estaban en su
cabeza, pero luego de años de tan sólo mirar, las aprendí de memoria, el gran
problema es que no heredé su arte culinario o su entusiasmo por cocinar.
La
torta de chocolate era mi favorita, cada diciembre esperaba con ansias el
momento de su elaboración. La mejor parte eran cuando por fin podía tener las
sobras del arequipe y pudín, para luego untarlas al bizcocho, aquél que mi
abuela nunca confesó cocinar especialmente para sus nietos, pues ella no era
una consentidora.
Todos
en la familia tenían sus preferencias, no sólo yo, y mi abuela en su estilo muy
aguerrido trataba de complacer todos los gustos, pero es que hasta el café
preparado por ella tenía un sabor único.
El
pasado mes de diciembre tuve la oportunidad de celebrar el año nuevo con un
pedacito de mi familia, y gracias a mi talentosa prima, quién sí heredó el arte
culinario de mi abuela, puede probar nuevamente la mágica torta de chocolate,
su sabor me llenó de melancolía, era como estar de regreso en casa.
Dicen
por allí que el hogar no es un lugar, sino donde el corazón se encuentre. En
los cinco años que llevo lejos de la tierra que me vio crecer, la pregunta
constante entre mis conocidos y amigos es acerca de lo que más extraño. La
comida? EL trabajo? La cultura? Las fiestas o el compartir?
Mi respuesta
es siempre la misma, aquello que más extraño es a mi gente, pues los sabores,
aromas, memorias, y mi corazón estarán por siempre dondequiera que ellos se
encuentren.